¿Cuántos años haces que duermes en el mismo lado de la cama?

Esa pregunta cruzó el arrabal de un tiempo sostenido mientras revolvías, una vez más, el hogar que habitas. Tienes esa necesidad, no puedes evitarlo, lo remueves todo. Como si en el re que acompaña a mover y volver estuviese la fórmula exacta que te puede explicar. Una y otra vez acomodas espacios, pintas porvenires, cruzas líneas invisibles, ríes en voz alta y trajinas momentos. Una y otra vez. Te gusta.

En una de esas revueltas te suspendiste en el filo exacto donde reposan los sueños. En parada, sintiendo el latir de un tiempo-calmo extraño en ti, descubriste que nunca habías dormido al otro lado de la cama. Cuentas cada una de las casas que has habitado, te orientas en cada una de las habitaciones, te sitúas en ellas, haces memoria.

Rememoras.

No. Siempre al mismo lado. Y nace una interrogación. No encuentras respuesta, como en la mayoría de preguntas que te formulas. Pero, extrañamente, quieres llenar el vacío, desplazas treinta centímetros el mueble, como si eso significase algo y tomas la decisión de ocupar el otro lado de la cama.

No duermes bien y, sin embargo, persistes en el acto y cruzas en dirección a la edad que te permite hacerlo. Determinas y quieres que así sea, pese a la rareza, la incomodidad y el despertar en un intento de caminar hacía pretéritos conocidos. Sabes que aún necesitas descubrir algunos umbrales de ti misma y los márgenes inexactos de la diagonal por la que puedas huir.

Permaneces en la espera.